sábado, 29 de marzo de 2008

PSICOANÁLISIS. CIEN AÑOS


PSICOANÁLISIS. CIEN AÑOS

FLN
“Si no puedo conciliar a los dioses celestiales, moveré a los del infierno”. Con esta cita de Virgilio, que anuncia una subversión en la historia del pensamiento, Freud comienza una de las obras fundamentales del psicoanálisis: “La interpretación de lo sueños”.
Viena, 1.900. Lugar y año de la primera edición. El editor quiso modificar la fecha real de publicación, 1.899, para conjugarla con los simbólicos dígitos del cambio de siglo.

Freud en ese momento cuenta 44 años. Médico de profesión, su interés por los trastornos de origen nervioso le lleva a interrogarse por el sufrimiento humano con el que se topa en su práctica clínica. El encuentro con sus primeras pacientes histéricas le plantea interrogantes que tratará de ir resolviendo a lo largo de su obra.

En “La interpretación de los sueños” podemos encontrar los planteamientos iniciales de algunas ideas fundamentales del psicoanálisis: la represión, el deseo o la defensa, junto a elementos autobiográficos y material onírico del propio Freud, así como fragmentos de historiales clínicos y su visión de la sociedad y del mundo vienés de la época.

Este texto, que marca un hito en la historia del psicoanálisis, tuvo el saldo de un fracaso. La primera edición, que constaba de 600 ejemplares, tardaría diez años en agotarse. Sus primeros lectores no provenían, como le hubiera gustado a Freud, de los medios profesionales y universitarios: médicos, filósofos y científicos. La obra sólo suscitó el interés de personas ajenas a los círculos a los que se dirigía Freud y de los que esperaba una respuesta. La respuesta fue el silencio. Son años de soledad para Freud con el psicoanálisis. No tiene dudas en cuanto a su hallazgo, y reivindicará esta obra hasta el final de su vida como el descubrimiento más valioso que ha tenido la fortuna de realizar. Sus primeros discípulos comenzarían a llegar poco más tarde.

En el momento de su publicación se le consideró como un libro esotérico y anticientífico. Cuando Freud emprendió la tarea de descifrar el sentido de los sueños, estos eran considerados como proféticos, como algo de índole supersticiosa, o bien simplemente estaban catalogados por la ciencia de su época como un proceso somático. Al sostener su hipótesis de que los sueños son interpretables, Freud se desliza del lado del saber profano que otorgaba al sueño un valor susceptible de interpretar y respecto a la ciencia queda en un lugar marginal. Los planteamientos científicos que explican los sueños como simples procesos fisiológicos son contrarios a su teoría. “Solo las clases populares permanecen fieles a la interpretación de los sueños, y el autor de estas líneas ha osado colocarse enfrente de los principios científicos”, escribe en 1.906. Esta osadía consiste en hacerse cargo de la parte del sueño que la ciencia rechaza, que es donde Freud pudo reconocer la huella del inconsciente.

Para Freud los sueños son la vía regia para acceder al inconsciente. ¿Qué busca Freud allí, en el inconsciente? Busca un pensamiento, una idea que ha sido reprimida y distorsionada. Una idea insoportable para el sujeto.
Trata los sueños como un síntoma neurótico incomprendido. A sus pacientes, que vienen a hablarle de sus dificultades, de sus problemas, Freud les pide que le comuniquen las ocurrencias que tengan sobre aquello que están hablando, y los pacientes, espontáneamente, comienzan a llevarle sus sueños. En este encadenamiento psíquico de la palabra, llamado asociación libre, en el que Freud persigue ir desde la idea patológica a la idea inconsciente, se encadenan los sueños. A partir de la distorsión del texto del sueño, y por medio de la cadena asociativa del sujeto, llega al sentido oculto del sueño, mostrando en este trabajo de desciframiento las leyes del lenguaje en el inconsciente.
A través de la asociación libre y de la interpretación, Freud va construyendo y verificando su teoría, cuyo punto de partida son sus pacientes y él mismo. No se coloca como intérprete del sueño, y en esta encrucijada se separa radicalmente de toda la tradición anterior sobre los sueños, en la medida que pone la interpretación del lado del sujeto, que es quien asocia. Les pide a sus pacientes que digan todo lo que se les ocurra respecto al sueño, que renuncien a toda crítica y que no desechen ninguna idea por banal que les parezca. Es en este punto, donde se diferencia y se aleja del simbolismo anterior. Esta posición freudiana es una posición inédita hasta ese momento.

“La interpretación de los sueños” no contiene una teoría que determina la interpretación. La teoría permite explicar el funcionamiento de los sueños, pero nada garantiza de la verdad de una interpretación, nada puede decirnos sobre una interpretación particular, ni sobre la verdad de un sujeto. No hay una clave universal para los sueños, como ha podido hacer creer la vulgarización del psicoanálisis, sino que cada sujeto tendrá su clave particular, por medio de la cual podrá llegar a saber algo en relación a su inconsciente, siempre que se dirija a un psicoanalista que lo escuche.

Esta obra, que tuvo como primer destino la indiferencia, convertida posteriormente en obra de referencia, es un texto cuya lectura detenida, a pesar de sus cien años, no deja de ofrecer las claves de la originalidad y el vigor del pensamiento freudiano.

Bastantes años después de la primera edición del libro de los sueños, en 1.939, a los 83 años, Freud muere en Londres, exilio que eligió para refugiarse del horror nazi. A pesar de su prestigio internacional, su condición de judío le hizo acreedor de la tortura hitleriana: miembros de su familia fueron detenidos e interrogados por la GESTAPO, sus libros prohibidos y quemados; finalmente, dos de sus hermanas murieron en campos de concentración. Sólo la fuerte presión de amigos influyentes y la intervención del embajador de los Estados Unidos consiguieron vencer los abyectos obstáculos burocráticos impuestos por los nazis. Lúcido hasta el final, no abandonó su producción teórica hasta que la enfermedad hizo estragos en su cuerpo.

La obra de Freud está marcada por un vaivén en su desarrollo. Se le ve avanzar y retroceder, lleva al lector por una dirección, un recorrido en el que lo va convenciendo para finalmente mostrarle el propio impasse en el que él se encuentra. Así camina, así establece sus hipótesis, para mantenerlas o desecharlas. Es el movimiento de quien se adentra en terrenos inexplorados hasta ese momento.

Sus discípulos no siempre le siguen, hay disensiones y rupturas. A partir de 1.920 introduce el concepto de pulsión de muerte y muestra el malestar en la cultura, para escándalo de sus alumnos, que no comparten estas nuevas vías psicoanalíticas. Con estos planteamientos potentes, que resignifican gran parte de su producción anterior, se queda solo. Pero Freud, sin hacer concesiones en sus descubrimientos, está sobre todo preocupado por el porvenir del psicoanálisis después de su muerte. Desde 1.923 un cáncer de mandíbula le acecha. Confía que la Asociación Psicoanalítica por él promovida vele por la continuidad de su descubrimiento.

El objetivo freudiano de conservar el psicoanálisis se cumple al precio de instituir la ortodoxia y el dogma analíticos que hacen del psicoanálisis una disciplina estéril, encerrada en un cuerpo conceptual, próxima a las oscuridades de la espiritualidad, ajena a las disciplinas que le rodean y a los avances de la ciencia. Los textos de Freud, que dejan de ser leídos por los psicoanalistas, se convierten en una referencia, y se hace la lectura de aquellos otros autores que se supone dan la interpretación correcta a la obra freudiana.

Los desarrollos teóricos posteriores a Freud vinieron a cerrar la puerta a “los dioses del infierno”, que él se había atrevido a abrir. Los postfreudianos devinieron en prefreudianos. Freud desmonta la concepción del hombre como dueño de su destino, para situarlo en relación a una verdad particular, propia, pero que le es ignota, inconsciente. Lo reprimido inconsciente vuelve otra vez, empujado por los propios analistas, a las profundidades. Destino de lo reprimido, mantenerse en la ignorancia de un saber que se constituye alrededor de la verdad que encierra. Se trata de la resistencia a la verdad del inconsciente de cada sujeto particular.

A finales de los años 30, la amenaza nazi y una nueva guerra en el horizonte producen una diáspora de psicoanalistas, que emigran a Estados Unidos en busca de un nuevo destino. La gran mayoría llevan como único equipaje el psicoanálisis. El procedimiento analítico que permite ir desvelando la verdad oculta del sujeto tiene que adaptarse a la nueva tierra y queda atrapado, entretejido, con el american way of life, para retornar desvirtuado, años más tarde, a su lugar de origen. Reciclado por la ideología americana, el psicoanálisis se convierte en una psicoterapia más, dirigida a adaptar al neurótico a una realidad que se le ha vuelto sintomática.

Libre de un saber previo sobre quien demanda su ayuda, Freud proporciona a sus pacientes un lugar en el que poner palabras a su sufrimiento, a las dificultades de su existencia. Interviene para implicar a su paciente en lo que dice, apuntando a su responsabilidad y a su participación en su propio malestar. Para que esta forma de proceder en la clínica descubierta por Freud opere, es necesario por parte del analizante, suponer al analista un saber que a él como sujeto le falta sobre sí mismo: de este modo se establece la transferencia. Pero este dispositivo fundamental freudiano ha sido neutralizado en la historia del psicoanálisis por la aspiración a alcanzar una ficción, la del ideal de un yo fuerte y autónomo, que se convierte en objetivo de toda cura. “Plan Marshall” para el psicoanálisis.

Un año después de la publicación de “La interpretación de los sueños”, en 1.901, nace en París Jacques Lacan, quien años más tarde, convulsionará con su pensamiento el medio psicoanalítico, hasta el punto de que el psicoanálisis, hoy, se encuentra marcado por la producción de Lacan. Quiso el azar que la obra fundadora del psicoanálisis y el psicoanalista más importante después de Freud coincidiesen en edad.

A partir de los años 50, Lacan promueve lo que él llama un retorno a Freud, a sus textos, a su lectura. Paradójicamente esta vuelta a Freud siembra de dificultades las relaciones de Lacan con las instituciones psicoanalíticas oficiales a las que pertenece. Con sus Escritos y Seminarios lee a Freud de una forma pormenorizada, crítica y rigurosa. Tiene en cuenta los callejones sin salida freudianos, sus dudas, sus aporías, y no evita los puntos de fracaso. Con este esfuerzo, Lacan introduce el psicoanálisis en el saber contemporáneo, librando a Freud del olvido.
Lacan despeja los conceptos freudianos de las adherencias ideológicas que fueron desvirtuando al psicoanálisis. Freud tiene como recurso las ciencias de su momento, de las que va tomando prestados términos para poder explicar su teoría puesto que le faltan los conceptos correspondientes para poder transmitir la experiencia clínica que quiere formalizar. Lacan retraduce la obra de Freud al lenguaje de la época y recurre a la lingüística, a la lógica matemática, la antropología estructural... Despega el psicoanálisis de la religión y de los mitos para convertirlo en una práctica clínica y en una teoría transmisible, más allá de los rituales de iniciación en que devino el psicoanálisis después de Freud, restaurando “el filo cortante de su verdad”.

Lacan introduce en la cura psicoanalítica la dimensión de la ética inherente al deseo, punto capital para todo análisis. El analista en su acto apunta a la destitución de las identificaciones del yo y a la caída de los andamiajes que se ha ido fabricando el sujeto para sostenerse en su realidad fantasmática, que obturan al sujeto del inconsciente y que lo mantienen en el estrecho marco de una vida en la que rige la repetición. Tras el acto analítico un nuevo deseo puede aparecer y un sujeto nuevo puede emerger, que en un tiempo anterior no se podía anticipar. “La diferencia -dice Lope de Vega- causa novedad y despierta el deseo”. La diferencia y el deseo que la cura psicoanalítica permite encontrar a un sujeto particular, constituyen la novedad que Freud nos legó.


F.L.N.

miércoles, 26 de marzo de 2008

LA DECONSTRUCCIÓN

DECONSTRUCCIÓN

Entrada del Diccionario de Hemenéutica dirigido por A. Ortiz-Osés y P. Lanceros, Universidad de Deusto, Bilbao, 1998. Edición digital de Derrida en Castellano.
Cuando, a finales de los años 60, Jacques Derrida (pensador francés nacido, en 1930, en El-Biar, Argelia) utilizó el término «deconstrucción» en De la grammatologie, uno de sus primeros textos, jamás pensó ni que dicha palabra terminaría «tipificando» su quehacer filosófico ni que dicho término tendría tanto éxito, en Europa y en Estados Unidos, para designar unos giros de lectura ). de escritura que, atentos al pensamiento de Derrida, inciden en lugares tan diversos como son no sólo la filosofía, sino también la crítica literaria, la estética y, asimismo, la arquitectura, el derecho, el análisis de las instituciones o la reflexión política. En algunos textos, bastante posteriores (como, Por ejemplo, L’oreille de l’autre, Mémoires, pour Paul de Man, «Lettre à un ami japonais» [en Psyché]), Derrida explica que empleó el término «deconstrucción», término poco usual en francés. Para retomar en cierto modo, dentro de su Pensamiento, las nociones heideggerianas de la -Destruktiom» de la historia de la onto-teología (que hay que entender no ya como mera destrucción, sino como «desestructu-ración para destacar algunas etapas estructurales dentro del sistema») y de la «Abbau» (operación consistente en «deshacer una edificación para ver cómo está constituida o desconstituida»).
«Deconstrucción» no era una palabra a la que Derrida concediese una importancia: no era sino una palabra más dentro de toda una cadena de muchas otras palabras, una palabra susceptible de sustituir a y de ser sustituida y determinada por otras tantas palabras en un trabajo que, además, no se limita sólo al léxico. Pero tampoco encontraba Derrida esta palabra especialmente «bonita» ni «afortunada» (Psyché, p. 392). Hoy, sin embargo, Derrida parece empezar a cobrarle un cierto afecto, tras haber tenido que explicarse, que defenderse, con mucha frecuencia, desde hace ya unos cuantos años (cfr.. por ejemplo, Mémoires, pour Paul de Man), de los crispados ataques que se viene lanzando, en los ámbitos académicos y periodísticos norteamericanos y europeos, contra la deconstrucción.
Utilizado por Derrida hacia finales de los años 60, el término «deconstrucción» no puede por menos que insertarse perfecta aunque polémicamente en el campo de ese discurso estructuralista que, en esos años, domina el panorama cultural francés: «El estructuralismo dominaba por aquel entonces. “Deconstrucción” parecía ir en ese sentido, ya que la palabra significaba una cierta atención a las estructuras (que, por su parte, no son simplemente ideas. ni formas, ni síntesis, ni sistemas). Deconstruir era asimismo un gesto estructuralista, en todo caso era un gesto que asumía una cierta necesidad de la problemática estructuralista. Pero era también un gesto antiestructuralista. Y su éxito se debe, en parte, a este equívoco» (Psyché, p. 389). No resulta, pues, extraño que, a menudo, se recurra a operaciones como la desedimentación, el desmontaje o la desestructuración para explicar y/o entender cómo incide la deconstrucción en las estructuras logofonocéntricas del discurso tradicional de Occidente, en los entramados conceptuales de todo gran constructo de pensamiento. Dichos procedimientos no son, sin embargo, más que aproximaciones -y no siempre muy exactas- a la tarea deconstructiva pues lo que (con) ella (se) pone en marcha no es una operación negativa. Deconstruir consiste, en efecto, en deshacer, en desmontar algo que se ha edificado, construido, elaborado pero no con vistas a destruirlo, sino a fin de comprobar cómo está hecho ese algo, cómo se ensamblan y se articulan sus piezas, cuáles son los estratos ocultos que lo constituyen, pero también cuáles son las fuerzas no controladas que ahí obran.
La deconstrucción trabaja, pues, no ya al modo de un análisis que, sin «pillarse los dedos», se limita a reflexionar y/o a recuperar un elemento simple o un presunto origen indescomponible de un determinado sistema, sino como una especie de palanca de intervención activa, estratégica y singular, que afecta a [o, como escribe a veces Derrida, «solicita», esto es, conmueve como un todo, hace temblar en su totalidad] la gran arquitectura de la tradición cultural de Occidente (toda esa herencia de la que nosotros, querámoslo o no, somos herederos), en aquellos lugares en que ésta se considera más sólida, en aquellos en los que, por consiguiente, opone mayor resistencia: sus códigos, sus normas, sus modelos, sus valores.
Esto no significa, sin embargo, que la deconstrucción sea una crítica. Y no lo es, en primer lugar, en el sentido apuntado por la instancia del krinein, esto es, en el sentido de un juicio valorativo, de una decisión que se establece a partir de una serie de primacías y de jerarquías. Antes bien, si alguna ley puede atribuírsele a la deconstrucción, ésta no es otra que la ley de la indecidibilidad. Pero esta indecidibilidad, que va «más allá de todo cálculo y de todo programa», no es «ese quedar en suspenso de la indiferencia, no es la différance como neutralización interminable de la decisión. Por el contrario, es la différance como elemento de la decisión y de la responsabilidad» (Altérités, p. 33).
La deconstrucción tampoco es una crítica, en segundo lugar, en el sentido de una operación negativa, nihilista, irracional o escéptica. Frente a todas ellas, la deconstrucción acepta el riesgo y la necesidad de asumir de forma positiva, afirmativa, la única racionalidad que se da, es decir, una razón capaz de enfrentarse a su falta de garantías, de renunciar a su supuesta universalidad y de acoger su «otro» espúreo y conflictivo: la no-razón.
Por otra parte, operaciones del tipo de la destrucción, de la negación, del aniquilamiento, de la transgresión, por su simplicidad misma, por la mera inversión de valores que operan, no constituyen más que meras regresiones o falsas salidas con respecto a aquello mismo que pretenden transgredir o destruir. Situándose siempre en el borde, manteniéndose siempre en un equilibrio inestable y, por ello mismo, fructífero sobre ese retorcido margen que articula a la tradición occidental con su otro, la deconstrucción cifra su eficacia, precisamente, en la complejidad de su gesto siempre desdoblado, nunca simple, el cual, a su vez, resalta la importancia de la estrategia en esa actividad filosófica que es la deconstrucción. Estrategia sí, pero no método.
En efecto, la deconstrucción no es, tampoco, en modo alguno un método. No lo es, en primer lugar, porque la deconstrucción no es ni puede ser jamás la operación de un sujeto: no sobreviene del exterior ni con posterioridad al objeto concernido, sino que forma parte integrante del mismo. «La deconstrucción -escribe Derrida- tiene lugar: es un acontecimiento que no espera la deliberación, la conciencia o la organización del sujeto, ni siquiera de la modernidad. Ello se deconstruye. El ello no es. aquí, una cosa impersonal que se contrapondría a alguna subjetividad egológica Está en deconstrucción (Littré decía: “deconstruirse... perder su construcción”). Y en el “se” del “deconstruirse”, que no es la reflexividad de un yo o de una conciencia, reside todo el enigma» (Psyché. p. 391).
En segundo lugar, la deconstrucción no es un método porque la singularidad (el idioma en su sentido más estricto, es decir, lo que Derrida a veces llama el «efecto de idioma para el otro») de cada texto, de cada una de sus lecturas, de cada escritura, de cada firma, resulta irreductible. La deconstrucción, de hecho, es un acontecimiento singular que tiene que replantearse en cada ocasión, que tiene que inventarse de nuevo en cada caso. Por eso, no se debería hablar sin más (como aquí-y-ahora estoy haciendo) de la deconstrucción en singular, sino que habría que hablar de deconstrucciones en plural, de deconstrucciones que se inscriben en la singularidad misma de lo deconstruido.
Sabiendo, sin duda alguna, que el siguiente reproche sería algo así como: «Entonces ¡todo vale! ¡La deconstrucción es un mero pasatiempo irresponsable!», Derrida precisa que el hecho de que la deconstrucción no sea un método «no excluye una cierta andadura que es preciso seguir» (La dissémination, p. 303). Dicha andadura no es otra que lo que Derrida denomina la estrategia general de la deconstrucción. En el proceso significante general que es el texto para Derrida y dentro de una compleja y diversificada trama de trabajo siempre singular, un «suplemento de lectura o de escritura debe ser rigurosamente prescrito, pero por la necesidad de un juego, signo al que hay que conceder el sistema de todos sus valores» (La dissémination, p. 72).
Y es, precisamente, en la rigurosa necesidad de ese suplemento de lectura o de escritura en donde se plasma con más fuerza la gran desemejanza que existe entre la estrategia deconstructiva y la práctica hermenéutica tal y como ésta ha ido forjándose desde Schleiermacher hasta nuestros días. Hago esta precisión porque el término hermenéutica tiene una larga historia y su signo ha ido alterándose constantemente en el transcurso del tiempo. Este Diccionario es un buen ejemplo de ello.
A primera vista, en ambos casos existe una revisión de determinados conceptos fundadores manejados por la tradición. Sin embargo, ni dicha revisión, ni las hipótesis de trabajo que en ambos quehaceres se ponen en marcha, ni los efectos que se pretenden desencadenar permiten, en ningún momento, establecer semejanza alguna entre ambos recorridos. «Por hermenéutica he designado el desciframiento de un sentido o de una verdad resguardados en un texto. La he contrapuesto a la actividad transformadora de la interpretación» («La question du style», en AA.VV.: Nietzsche aujourd’hui. París, Union Générale d’Éditions, 1973, p. 29).
En efecto, la ineludible necesidad de la búsqueda de la verdad, del sentido último del texto que domina la actividad hermenéutica difícilmente se conjuga con la lógica derridiana del suplemento cuya tarea reclama, ante todo, «reinterpretar la interpretación», ser una nueva escritura de la escritura.
En primer lugar, la búsqueda del sentido perdido del texto o, dicho en términos más deconstructivos, la búsqueda del querer decir del autor en el texto, sitúa a la Hermenéutica en la problemática de la comprensión del pasado, es decir, en la línea de una concepción de la historia como efectividad del sentido: el sentido deja una serie de huellas que constituyen la trama de la historia, pero dichas huellas serán siempre efecto de la historia. Para la deconstrucción, en cambio, la historia carece de origen primigenio y de sentido teleológico. Regida por el movimiento de la huella. por la différance (temporización y, a la vez, espaciamiento), la historia es entendida como historia diferencial, como efecto de la huella, que, por consiguiente, excluye la indiferencia, esto es, la continuidad y linealidad del fluir temporal.
En segundo lugar, la búsqueda del sentido del texto, tarea fundamental de la Hermenéutica, implica tanto una especie de «perfección anticipada» del texto como esa «buena fe» del intérprete que confía en el privilegio ontológico y semántico de dicho texto. Es decir, la Hermenéutica se apoya en buena medida en el concepto de pertenencia, en el discurso de asistencia recíproca entre el escribir y el comprender como lectura que «escucha». Si leer es oír, escuchar, la Hermenéutica se resuelve, entonces, básicamente en una labor de mediación interpelativa destinada a asimilar el sentido, que ya está ahí, de un texto y que, por lo tanto, sólo resulta preciso poner de manifiesto, hacer presente. La deconstrucción, por su parte, requiere «pillarse los dedos», escrutando entre las líneas, en los márgenes, escudriñando las fisuras, los deslizamientos, los desplazamientos, a fin de producir, de forma activa y transformadora, la estructura significante del texto: no su verdad o su sentido, sino su fondo de ilegibilidad y, a la vez, ese exceso, ese suplemento de escritura o de lectura que, interrogando la economía del texto, descubriendo su modo de funcionamiento y de organización, poniendo en marcha todos sus efectos (inclusive lo reprimido, lo excluido), abre la lectura en lugar de cerrarla y de protegerla, disloca toda propiedad y expone al texto a la indecidibilidad de su lógica doble, plural, carente de centro, la cual no permite jamás que se agote plena y definitivamente su proceso de significación.
Ciertamente, la textualidad hermenéutica, a pesar de estar en cierto modo borrada, encierra un sentido virtual, una potencia de verdad que el intégrete ha de poner de manifiesto, aún sabiendo que dicha donación de sentido no consigue explicar más que algunas unidades de sentido, sin abarcar nunca exhaustivamente la totalidad. Por su parte, la deconstrucción otorga una relevancia estratégica a una textualidad heterogénea pero «re-marcada» (la cual, constituida por el complejo y laberíntico juego de los injertos textuales, de la paleonimia o cuestión de los viejos nombres, de esos artilugios textuales que son los términos indecidibles, de los efectos de constantes reenvíos, teje un entramado, un tejido, una red diferencial que remite a y se entrecruza con otros tantos textos) contraponiendo a la polisemia hermenéutica una polisemia universal (semántico-sintáctica e, incluso, gráfica): la diseminación.
En la Hermenéutica, la polisemia explota el contenido temático y/o semántico de las palabras. Esto supone, ciertamente, un paso importante frente al mero comentario literal y lineal de un texto. No obstante, no hay que olvidar que su horizonte último es la recuperación de la unidad del sentido, de la verdad. Por el contrario, la diseminación, operador de generalidad gobernado por la lógica del ni/ni, esto es, del «entre», y que trabaja los términos y los textos, no explota ningún contenido temático-semántico de éstos, sino que, inseminándolos, los hace estallar: «Abre el camino a “la” simiente que no (se) produce, por consiguiente, no se adelanta más que en plural. Plural singular que ningún origen singular habrá precedido jamás. Germinación, diseminación. No hay inseminación primera. La simiente, en primer lugar, es dispersada. La inseminación “primera” es diseminación. Huella, injerto cuya huella se pierde. Ya se trate de lo que se denomina “lenguaje” (discurso, texto, etc.) o de siembra “real”, cada término es un germen, cada germen es un término. El término, el elemento atómico, engendra al dividirse, al injertarse, al proliferar. Es una simiente, no un término absoluto» (La dissémination, pp. 337-338). El proliferante trabajo de la diseminación da lugar no sólo a que aquello que es afectado por ella no retorne nunca al «padre», es decir, a que ningún término, ni ningún texto trabajado por ella se justifique nunca, en última instancia, por una referencia al querer-decir al logos o a cualquier otro origen supuestamente inquebrantable, sino que, además, impide cualquier posibilidad de saturación del contexto. Porque tampoco hay que olvidar que si, por su parte, la logica deconstructiva reclama la carencia de ,entro y, por consiguiente, de organización temática, de palabras-clave (por ser dichas instancias indisociables del prejuicio metafísico de la primacía de la presencia). a su vez, el límite tampoco posee una estructura perfectamente nítida y tajante sino que ésta, por el contrario, es sinuosa y retorcida como la de una lima. En ocasiones, Derrida habla de invaginación para aludir a la compleja relación entre interior y exterior, a la imposibilidad de zanjar de una vez por todas entre el dentro y el fuera. a la indecidibilidad que, de hecho, afecta a todas las presuntas categorías delinutadoras. Y esto es lo que releva la textura del texto, su espesor. El texto es un entramado de textos, un tejido de diferencias, indecidible, diseminado al infinito. Resulta imposible decidir dónde acaba un texto y dónde comienza otro. «Il n’y a pas de hors-texte», afirma Derrida. Lo único que hay es texto «à perte de vue»...

LA ESCRITURA Y LA DIFERENCIA

JACQUES DERRIDA

LA ESCRITURA Y LA DIFERENCIA,
ANTHROPOS, BARCELONA, 1989, PP. 402-409.

Desde el momento en que el círculo da vueltas, que el volumen se enrolla sobre sí mismo, que el libro se repite, su identidad consigo acoge una imperceptible diferencia, que nos permite salir eficazmente, rigurosamente, es decir, discretamente, de la clausura. Al redoblar la clausura del libro, se la desdobla. Escapamos de ella entonces furtivamente, entre dos pasos por el mismo libro, por la misma línea, según el mismo bucle, «Velada de escritura en el intervalo de los límites». Esta salida fuera de lo idéntico en lo mismo se mantiene muy ligera, no pesa nada por sí misma, piensa y pesa el libro como tal. El retorno al libro es entonces el abandono del libro, se ha deslizado entre Dios y Dios, el Libro y el Libro, en el espacio neutro de la sucesión, en el suspenso del intervalo. El retorno entonces no vuelve a tomar posesión. No vuelve a apropiarse del origen. Éste no está ya en sí mismo. La escritura, pasión del origen: eso debe entenderse también por el lado del genitivo subjetivo. Es el origen mismo lo que está apasionado, pasivo y sobrepasado, por ser escrito. Lo cual quiere decir inscrito. La inscripción del origen es, sin duda, su ser-escrito, pero es también su estar-inscrito en un sistema en el que es sólo un lugar y una función.
Entendiéndolo así, el retorno al libro es por esencia elíptico. Hay algo invisible que falta en la gramática de esta repetición. Como esa falta es invisible e indeterminable, como redobla y consagra perfectamente el libro, vuelve a pasar por todos los puntos de su circuito, nada se ha movido. Y sin embargo todo el sentido queda alterado por esa falta. Una vez repetida, la misma línea no es ya exactamente la misma, ni el bucle tiene ya exactamente el mismo centro, el origen ha actuado. Falta algo para que el círculo sea perfecto. Pero en la Elleipsis, por el simple redoblamiento del camino, la solicitación de la clausura, la rotura de la línea, el libro se ha dejado pensar como tal.
«Y Yukel dice:
El círculo ha sido reconocido. Romped la curva. El camino dobla el camino.
El libro consagra el libro.»

El retorno del libro anunciaría así la forma del eterno retorno. El retorno de lo mismo sólo se altera -pero lo hace absolutamente- por volver a lo mismo. La pura repetición, aunque no cambie ni una cosa ni un signo, contiene una potencia ilimitada de perversión y de subversión.
Esta repetición es escritura porque lo que desaparece en ella es la identidad consigo misma del origen, la presencia a sí de la palabra sedicente viva. Eso es el centro. El engaño del que ha vivido el primer libro, el libro mítico, el cuidado de toda repetición, es que el centro estuviese al abrigo del juego: irremplazable, sustraído a la metáfora y a la metonimia, especie de pronombre invariable que se pudiese invocar pero no repetir. El centro del primer libro no habría debido poder ser repetido en su propia representación. Desde el momento en que se presta una vez a una representación como esa -es decir, desde que se lo escribe-, cuando se puede leer un libro en el libro, un origen en el origen, un centro en el centro, eso es el abismo, el sin-fondo del redoblamiento infinito. Lo otro está en lo mismo,
«El En otro lugar, dentro...
. . . . .
El centro es el pozo...
“¿Dónde está el centro? aullaba Reb Madies. El agua repudiada le permite al halcón perseguir a su presa.”
El centro es, quizás, el desplazamiento de la cuestión.
Ningún centro allí donde es imposible el círculo.
Ojalá pudiese mi muerte provenir de mí, decía Reb Bekri.
Yo sería, a la vez, la servidumbre del círculo y la cesura.»

Desde que surge un signo, comienza repitiéndose. Sin eso, no sería signo, no sería lo que es, es decir, esa no-identidad consigo que remite regularmente a lo mismo. Es decir a otro signo que, a su vez, nacerá al dividirse. El grafema, al repetirse de esta manera, no tiene, pues, ni lugar ni centro naturales. Pero ¿acaso se los perdió alguna vez? ¿Es su excentricidad un descentramiento? ¿No puede afirmarse la irreferencia al centro en lugar de llorar la ausencia del centro? ¿Por qué tendría uno que hacer su duelo del centro? ¿No es el centro, la ausencia de juego y de diferencia, otro nombre de la muerte? ¿La que tranquiliza, apacigua, pero desde su agujero, también angustia y pone en juego?
El paso por la excentricidad negativa es indudablemente necesario; pero es sólo liminar.
«El centro es el umbral.
Reb Naman decía: “Dios es el Centro; por eso, algunos espíritus fuertes han proclamado que Él no existía, pues si el centro de una manzana o de una estrella es el corazón del astro o del fruto, ¿cuál es el verdadero medio del vergel y de la noche?”
. . . . .
Y Yukel dice:
El centro es el fracaso...
¿Dónde está el centro?
-Bajo la ceniza.»
Reb Selak
. . . . .
«El centro es el duelo.»

Al igual que hay una teología negativa, hay una ateología negativa. Cómplice, sigue expresando la ausencia del centro cuando ya habría que reafirmar el juego. Pero ¿no es el deseo del centro, como función del juego mismo, lo indestructible? Y en la repetición o el retorno del juego, ¿cómo no iba a apelar a nosotros el fantasma del centro? Es aquí donde, entre la escritura como descentramiento y la escritura como afirmación del juego, la vacilación es infinita. Forma parte del juego, y liga éste a la muerte. Se produce en un «¿quién sabe?» sin sujeto y sin saber.
«El último obstáculo, el último hito, es, ¿quién sabe?, el centro.
Entonces, todo llegará a nosotros desde el fondo de la noche, de la infancia.»

Si el centro es realmente «el desplazamiento de la cuestión», es porque siempre se le ha dado un sobrenombre al innombrable pozo sin fondo del que él mismo era el signo; signo del agujero que el libro ha pretendido colmar. El centro era el nombre de un agujero; y el nombre del hombre, como el de Dios, expresa la fuerza de lo que se ha erigido para realizar ahí obra en forma de libro. El volumen, el rollo de pergamino, tenían que introducirse en el agujero peligroso, penetrar furtivamente en la vivienda amenazadora, mediante un movimiento animal, vivo, silencioso, liso, brillante, deslizante, a la manera de una serpiente o de un pez. Así es el deseo inquieto del libro. Igualmente, tenaz y parasitario, amando y aspirando por mil bocas que dejan mil marcas en nuestra piel, monstruo marino, pólipo.
«Es ridícula esa posición boca abajo. Reptas. Horadas el muro en su base. Esperas escaparte, como una rata. Semejante a la sombra, por la mañana, en el camino.
¿Y esa voluntad de permanecer de pie, a pesar de la fatiga y el hambre?
Un agujero, no era más que un agujero,
la ocasión del libro.
(Tu obra: ¿un agujero-pulpo?
El pulpo fue colgado del techo y sus tentáculos se pusieron a lanzar destellos.)
No era más que un agujero
en el muro,
tan estrecho que jamás has
podido introducirte en él para huir.
Desconfiad de las moradas. No siempre son hospitalarias.»

Extraña serenidad la de un retorno así. Desesperada por la repetición y gozosa sin embargo de afirmar el abismo, de habitar el laberinto poéticamente, de escribir el agujero, «la ocasión del libro» en el que no puede uno sino hundirse, que hay que guardar destruyéndolo. Afirmación danzante y cruel de una economía desesperada. La morada es inhospitalaria por seducir, corno el libro, en un laberinto. El laberinto es aquí un enigma: se hunde uno en la horizontalidad de una pura superficie, que se representa a sí misma de rodeo en rodeo.
«El libro es el laberinto. Cuando crees que estás saliendo de él, te estás hundiendo ahí. No tienes ninguna ocasión de salvarte. Te hace falta destruir el artefacto. No puedes resolverte a eso. Advierto el lento pero seguro ascenso de tu angustia. Muro tras muro. ¿Quién te espera al final? -Nadie... Tu nombre se ha replegado sobre sí mismo, como la mano sobre el arma blanca.»

Así pues, El libro de las cuestiones culmina en la serenidad de este tercer volumen. Del modo que tenía que hacerlo, manteniéndose abierto, expresando la no-clausura, a la vez infinitamente abierta y reflejándose infinitamente sobre sí mismo, «un ojo en el ojo», comentario que acompaña hasta el infinito el «libro del libro excluido y reclamado», libro encentado sin cesar y recuperado desde un lugar que no está ni dentro del libro ni fuera del libro, expresándose como la abertura misma que es reflejo sin salida, remitir, retorno y rodeo del laberinto. Este es un camino que encierra en sí las salidas fuera de sí, que comprende sus propias salidas, que abre él mismo sus puertas, es decir, que, abriéndolas sobre sí mismo, se cierra pensando su propia abertura.
Esta contradicción se piensa como tal en el tercer libro de las cuestiones. Por eso la triplicidad es su cifra y la clave de su serenidad. También de su descomposición: El tercer libro dice,
«Soy el primer libro en el segundo»
. . . . .
«Y Yukel dice:
Tres cuestiones han
seducido al libro
y tres cuestiones
lo acabarán.
Lo que acaba
comienza tres veces.
El libro es tres.
El mundo es tres.
Y Dios, para el hombre,
las tres respuestas.»

Tres: no porque el equívoco, la duplicidad del todo y nada, de la presencia ausente, del sol negro, del bucle abierto, del centro sustraído, del retorno elíptico, quedase al final resumido en alguna dialéctica, apaciguada en algún término reconciliador. El «paso» y el «pacto» del que habla Yukel en Medianoche o la tercera cuestión son otro nombre de la muerte afirmada a partir de El alba o la primera cuestión y Mediodía o la segunda cuestión.
Y Yukel dice:
«El libro me ha llevado, del alba al crepúsculo,
de la muerte a la muerte, con tu sombra, Sarah,
en el número, Yukel,
al cabo de mis cuestiones,
al pie de las tres cuestiones...»

La muerte está al alba porque todo ha comenzado por la repetición. Desde el momento en que el centro o el origen han comenzado repitiéndose, redoblándose, el doble no se añadía simplemente a lo simple. Lo dividía y lo suplía. Inmediatamente había un doble origen más su repetición. Tres es la primera cifra de la repetición. También la última, pues el abismo de la representación se mantiene siempre dominado por su ritmo, hasta el infinito. El infinito no es, indudablemente, ni uno, ni nulo, ni innombrable. Es de esencia ternaria. El dos, como el segundo Libro de las cuestiones (El libro de Yukel), como Yukel, sigue siendo la juntura indispensable e inútil del libro, el mediador sacrificado sin el que la triplicidad no existiría, sin el que el sentido no sería lo que es, es decir, diferente de sí: en juego. La juntura es la rotura. Se podría decir del segundo libro lo que se dice de Yukel en la segunda parte del Retorno al libro:
«Fue la liana y la nervadura en el libro, antes de ser echado de él.»
Si nada ha precedido la repetición, si ningún presente ha vigilado la huella, si, de una cierta manera, es el «vacío lo que se ahonda y se marca con señales», [ii] en ese caso el tiempo de la escritura no sigue la línea de los presentes modificados. El porvenir no es un presente futuro, ayer no es un presente pasado. El más allá de la clausura del libro no cabe ni alcanzarlo ni reencontrarlo. Está ahí, pero más allá, en la repetición pero sustrayéndose a ella. Está ahí como la sombra del libro, el tercero entre las dos manos que sostienen el libro, la diferancia en el ahora de la escritura, la separación entre el libro y el libro, esa otra mano...
Abriendo la tercera parte del tercer Libro de las cuestiones, el canto sobre la separación y el acento: se empieza de esta manera:
«“Mañana (Demain) es la sombra y la reflexibilidad de nuestras manos (de nos mains).”
Reb Dérissa.»

martes, 25 de marzo de 2008

APERTURAS PSICOANALÍTICAS

El panorama actual del psicoanálisis y la psicoterapia psicoanalítica se caracteriza por un clima de renovación, por intentos de revisión de las viejas problemáticas y por hacer surgir otras no formuladas previamente, por la preocupación de incrementar la efectividad de la terapia y, especialmente, por la búsqueda de modelos integradores que den cuenta de la complejidad del psiquismo.
"Aperturas psicoanalíticas" desea acoger en sus páginas trabajos sobre teoría, psicopatología y técnica terapéutica en psicoanálisis y psicoterapia psicoanalítica impregnados de ese espíritu. Por ello, da la bienvenida a escritos, cualquiera sea la orientación o filiación de su autor, en los que se trasluzca ese deseo de superar la repetición acrítica en favor de un examen ponderado de los argumentos, en que el respeto y admiración por los grandes descubrimientos del psicoanálisis y de las personas que nos los aportaron, se combine con la toma de distancia frente a las mismas, condición necesaria para que una ciencia evolucione.
El nombre de la revista refleja el ánimo que la inspira: aperturas dentro del psicoanálisis y, también, al diálogo y confrontación con otras disciplinas (psicología cognitiva, neurociencia, lingüística, epistemología, etc.)

lunes, 24 de marzo de 2008

MARGARITA YOURCENAR

MARGARITA YOURCENAR

En 1980 la Academia Francesa acogía por primera vez a una mujer. Una mujer cuyo verdadero nombre era Marguerite de Crayencour, nacida el 8 de junio de 1903 en Bruselas, de madre belga y padre francés. Antes de morir "con heroicidad femenina" a causa de una fiebre puerperal tras haber dado a luz a su hija, Fernande de Cartier de Marchienne, recomendó que no se le impidiera a la pequeña hacerse religiosa si así lo deseaba. Dedicándose a la literatura, Marguerite considera haber respondido al piadoso deseo de su madre. Michel, su padre, que más que un padre fue un pedagogo, un confidente y amigo, no era proclive a hacer entrar a su hija ni en una orden ni en cualquier orden. De este anticonformista heredará ella el placer de vagabundear que bien ilustra este adagio que nunca olvidará: "sólo se está bien en otra parte", y su gran cultura que comparte con ella, así como su biblioteca.
En 1919 financia a cuenta del autor El Jardín de las quimeras, un poema dialogado que había compuesto su hija sobre la leyenda de Icaro. Por aquel entonces Marguerite tiene sólo dieciséis años y no ha puesto jamás los pies en la escuela, lo que no le impide aprobar el bachillerato. Padre e hija eligen juntos su seudónimo, Yourcenar, que es un anagrama del apellido. Su primera obra publicada por una auténtica editorial fue Alexis o el Tratado del inútil combate (1929), una carta de ruptura dirigida a una mujer por su esposo que confiesa preferir a los hombres. Un púdico texto corto que aboga, en la misma línea que el escritor André Gide, por la libertad de las preferencias sexuales.
Entre tanto ha muerto su padre en 1929, y la joven Marguerite va a conocer los años más intensos de su vida de mujer. Ama, escribe, y va de un lado a otro de Europa, una Europa donde se está fraguando la catástrofe sin darse del todo cuenta. Yourcenar es algo menos inconsciente que muchos otros. En El denario del sueño (1934) evoca un atentado fallido contra Mussolini por parte de una pasionaria revolucionaria

Sentimientos peregrinos
Esos años estarán marcados por una pasión imposible hacia un hombre que no la ama y que, al igual que Alexis, prefiere a los hombres. Fuegos (1936) es producto de esta crisis pasional. Menos conocido que las obras maestras de su madurez, este poema en prosa mezcla la vida y los símbolos del amor absoluto, la evocación de los grandes mitos de Antígona, Fedra o María Magdalena con la lamentación personal del amor contrariado. Más tarde condenará este amor basado en el deseo, sentimiento poco honorable, habitado por la posesividad y el egoísmo.
Y comienza a separarse, a imagen del viejo pintor Wang Fo de Cuentos orientales (1938), que se evade en el mar de jade azul que su pincel acaba de trazar. Estos últimos relatos se inspiran de la literatura y del folklore de los Balcanes, de su adorada Grecia, y de Asia, a la que se acerca intelectual y espiritualmente. Ya ha encontrado en ella esa percepción del "yo incierto y flotante" que le concederá más tarde al emperador Adriano, ese sentido agudo de lo impreciso y del estado de paso.
El tiro de Gracia, escrito entre Capri y Sorrento en los albores de la Segunda Guerra Mundial, le permite ajustar sus cuentas y dar libre curso a toda la violencia que alberga en aquella época. En 1939, su vida da un brusco giro, a imagen de esa Europa que se agita. No le queda dinero, se acaba de declarar la guerra ¿qué hacer? "La carambola de azares y circunstancias" decidirá por ella. En 1937 había conocido y amado a Grace Frick, una americana con quien ya había pasado un invierno y que vuelve ahora a invitarla. Así pues, se va de Francia con la intención de pasar una temporada, y en realidad se quedará en América durante el resto de su vida.
Tras un periodo de práctica esterilidad literaria debida a la adaptación y también al dolor de esos "años negros" vividos en el exilio, Yourcenar se decide a vivir en inglés y a escribir en la que ahora será su verdadera patria, la lengua francesa. Convertida, con su seudónimo, en ciudadana americana en 1947 -solamente recuperará su nacionalidad francesa para entrar en la Academia-, se instala con Grace Frick, alternando la "vida inmóvil", en la soledad de la isla de Mount Desert (Maine) y los viajes, que espera con impaciencia. Deja de ser una mujer escritora para ser sobre todo escritora, una escritora a la que a veces acontece ser una mujer.
Este estatuto se lo debe sobre todo a Memorias de Adriano que, publicadas en 1951, disfrutarán de un éxito insospechado tanto en Francia como en el mundo entero. Desde la edad de veinte años Yourcenar había escrito y destruido varios bocetos de esta ambiciosa novela que hace revivir en primera persona a un emperador romano del siglo II y de la que no quedaba en 1949 más que un fragmento. En unos meses reescribe las memorias de este sabio soberano que favoreció las artes y mejoró la condición de los esclavos.
La modernidad del pasado
Sueña, a través de él, con un hombre de Estado ideal, capaz de estabilizar la tierra. Le concede a este griego culto y ambicioso que protege a los árboles amenazados, sus propias preocupaciones ecológicas. Evoca a un hombre que construye su felicidad "como una obra maestra" pero a quien la pasión por el bello Antinoo y el dolor de haberlo perdido harán oscilar hacia un vértigo de inmortalidad en honor al ser amado. Con él comparte Marguerite una sabiduría inspirada de las doctrinas orientales que consiste en prepararse para la muerte, en percibir su perfil y adentrarse finalmente en ella con "los ojos abiertos". Traducido, alabado y comentado, Memorias de Adriano obtuvo un éxito mundial. Opus Nigrum, publicado diecisiete años después, coincidiendo con los acontecimientos de mayo del 68 francés, es también fruto de una larga gestación. Partiendo de una primera novela corta publicada en 1934, es "en dos palabras la historia de un hombre inteligente y perseguido; sucede esto hacia 1569 y podría haber pasado ayer o pasar mañana". Su protagonista ficticio, Zenón, filósofo, médico y alquimista del siglo XVI, es más real para su creadora que muchos otros seres de carne y hueso; lo lleva de la mano, dice, como a un hermano, y está segura de que cuando le llegue el momento de morir, este médico del Renacimiento estará junto a ella.
Opus Nigrum está compuesta en un momento en el que ante eso que ella llama "el estado del mundo", el pesimismo del escritor prevalece sobre el optimismo idealista del tiempo de Adriano. En un momento en el que en su abundante correspondencia, envejecida y confrontada al cáncer terminal de su compañera, evoca cada vez más "la atrocidad fundamental de la aventura humana".
Sus últimos años estarán marcados por el incremento de su fama, los honores y premios literarios que culminarán llevando a esta soberana, que sus conocidos llaman "Madame", a la Academia Francesa. Sigue escribiendo ensayos, entre otros Mishima y novelas, como Un hombre oscuro, personaje que prescinde de la literatura e ignora la gloria, pero clarividente sin necesidad de palabras.

En el camino de vuelta
Su proyecto más ambicioso, inspirado también de los sueños de su adolescencia, se concreta en los tres tomos que componen El Laberinto del mundo, memorias de un género nuevo donde la escritora explora su filiación y la historia de sus antepasados y parientes. Los dos primeros tomos se cierran, como las valvas de una concha sobre la imagen Marguerite, con sólo unos meses, durmiendo sobre las rodillas de su nodriza. En el tercer tomo apenas ha llegado a la pubertad. Publicado póstumamente, este último tomo no fue acabado.
Durante los años que precedieron a su muerte, el 17 de diciembre de 1987, en su isla americana, volvió a viajar, a dar vueltas "por la cárcel" acompañada de un joven americano de treinta años, Jerry Wilson. Cuando éste desapareció prematuramente, víctima del sida, a ella no le quedaron ya fuerzas para continuar sola mucho tiempo, ella que solía decir que sólo se muere de pena. En su juventud había escrito: "Soledad No creo como ellos. No vivo como ellos. No amo como ellos y moriré como ellos".
Adriano
Este libro es mucho más que una novela. Es una novela que se plantea reconstruir no sólo los avatares reales de un hombre y de una etapa de la historia, sino recrear una mente -espacio de confluencia entre pensamientos, sensaciones confluencia entre pensamientos, sensaciones e impulsos- y, como consecuencia, un modo de ver el mundo y de estar en él. Esta mente es la del emperador romano del siglo II Adriano. La autora del libro pasó muchos años luchando con este personaje que se imponía a su vocación literaria. Más de veinte años, pues, de cortejo de una idea para alcanzar unas nupcias que rebasarían su propósito inicial, porque el libro, que encierra fundamentalmente una filosofía de la vida, contiene, además, la relación de la novelista con la escritura. Por todo ello, cada palabra que se lee es la síntesis, por lo menos, de tres voces comparables a otros estratos de una excavación, la de Adriano, la del estudio de la historia y la de la propia Yourcenar
"Casi todo lo que sabemos de otro es de segunda mano. Si por azar un hombre se confiesa, defiende su causa"
"Un hombre que lee, o que piensa, o que calcula, pertenece a la especie y no al sexo; en sus mejores momentos, escapa incluso a lo humano"
"La filosofía epicúrea, ese lecho estrecho pero limpio"
"La dicha es una obra de arte: el menor error la quebranta, el menor titubeo la altera, la menor pesadez la desluce, la menor tontería la embrutece"

Alexis o el tratado del inútil combate
La larga carta que Alexis dirige a su esposa, desmenuzando dolorosamente el inútil combate entre sus inclinaciones y su vocación, constituye una atractiva novela que nos introduce en uno de los mundos narrativos más lúcidos de la literatura francesa contemporánea. La libre búsqueda de la propia sensualidad, una de las preocupaciones constantes de Marguerite Yourcenar a lo largo de su obra, es tratada en esta novela de manera tan valiente y profunda como nadie se había atrevido a hacerlo antes.

"El sufrimiento es uno. Se habla de sufrimiento como se habla del placer, pero se habla de ellos cuando ya nos dominan. Cada vez que entran en nosotros, nos sorprenden como una sensación nueva y tenemos que reconocer que los habíamos olvidado. Son diferentes porque nosotros también lo somos: les entregamos cada vez un alma y un cuerpo modificados por la vida. Y sin embargo, el sufrimiento no es más que uno. No conoceremos de él, como no conoceremos del placer, más que algunas formas, siempre las mismas, de las que estamos presos. Habría que explicar esto: nuestra alma, supongo, no tiene más que un teclado restringido y aunque la vida se empeñe en hacerlo sonar, sólo podrá obtener dos o tres pobres notas."
"Tenías veinticuatro años. Era, poco más o menos, la edad de mis hermanas mayores. Pero tú no eras, como ellas, apagada y tímida: había en ti una vitalidad admirable. No habías nacido para una existencia de pequeñas penas o pequeñas alegrías; había demasiada vida dentro de ti. ... Las costumbres no permiten en la mujer la pasión; sólo se les consiente el amor; quizá por eso amen tan totalmente. No me atrevo a decir que habías nacido para una existencia de placer; hay algo culpable o por lo menos prohibido en esa palabra; prefiero decir, amiga mía, que habías nacido para conocer y para dar alegría."

Cuento azul
Marguerite Yourcenar muere en diciembre de 1987, dejando cierta cantidad de escritos inéditos. Entre ellos destacan los relatos que componen este volumen, que datan del periodo 1927-1930. Cuento azul es una inteligente imitación de la narrativa oral, y en él se adelantan los temas y el ambiente de los Cuentos orientales. La primera noche es la fase final de las relaciones entre Yourcenar y su padre, y tiene la peculiaridad de estar escrito "a cuatro manos". Maleficio, por su parte, es una evocación realista de las costumbres italianas, que tanto significarían luego en la obra de Yourcenar.


Recordatorios
Recordatorios—primera entrega de la trilogía de carácter autobiográfico titulada El laberinto del mundo, que con Archivos del norte y ¿Qué? La eternidad – es a la vez un libro de memorias y una novela histórica. Comienza con el nacimiento de la propia autora y tiene como protagonistas a sus parientes más próximos. A la manera renacentista, Marguerite Yourcenar utiliza una vez más el pasado para hablar más profundamente del presente. Recordatorios ayudará al lector a conocer mejor las claves de la vida y la obrea de esta gran dama de la literatura.
Archivos del norte
Es la segunda parte de la trilogía familiar de Marguerite Yourcenar, El laberinto del mundo, iniciada con Recordatorios y concluida con ¿Qué? La eternidad. "Me propuse evocar el pasado de una familia, o más bien de un grupo, sin lágrimas en los ojos, sin esa condescendencia divertida que esconde aquí y allá las bocanadas de la vanidad de las familias, sin recriminaciones, apuros, ni tampoco exasperación. Contar sólo lo que uno sabe y poner unos puntos de interrogación cuando no se sabe. Era una experiencia humana interesante que había que intentar". Así definía la propia autora esta obra histórica y genealógica, íntima y personal.
Ana, soror ...
Yourcenar incursiona en el sugerente tema del incesto, de la mano de la historia de amor entre los hermanos Ana y Miguel, dos jóvenes nobles del Nápoles del Renacimiento. Una obra de juventud en la que, según su propia autora, yacía el germen de buena parte de sus producciones futuras.
Fuegos
Fuegos se compone de "nueve prosas líricas" inspiradas en los mitos griegos, unidas por unos fragmentos que la propia autora definió como "una cierta noción del amor". A caballo entre la confesión directa y la neurosis, Yourcenar desvela a los lectores una crisis interior surgida de su mayor fracaso amoroso, y la transforma en uno de los libros más hermosos y valientes de su bibliografía.
"En el avión, cerca de ti, ya no le tengo miedo al peligro. Uno sólo muere cuando está solo"
El denario del sueño
Un atentado antifascista en la Roma de Mussolini reúne en la ciudad a una serie de personajes. Una moneda de diez liras pasa de mano en mano creando un vínculo alegórico entre personajes y temas.El denario del sueño es una sutil y terrible reflexión sobre el paso del tiempo, el enfrentamiento entre la realidad y la imagen, o la impotencia del hombre ante un orden de las cosas más esencial que él mismo.
Cuentos orientales
De China a Grecia, de los Balcanes al Japón, estos Cuentos orientales acompañan al viajero como otras tantas claves de una música especialísima, procedente de un mundo distinto que no es otro sino ese espacio, acotado pero amorosamente compartible, que todo libro de Marguerite Yourcenar propone emocionalmente a su lector.
"Puede vérsela simultáneamente en el norte y en el sur, y al mismo tiempo en los lugares santos y en los mercados. Las mujeres se estremecen al verla pasar, los hombres jóvenes, dilatando las ventanas de la nariz, salen a la puerta para verla, y los niños recién nacidos ya saben su nombre. Kali, la negra, es horrible y bella. Tan delgada es su cintura que los poetas que la cantan la comparan con la palmera. Tiene los hombros redondos como el salir de la luna de otoño; unos senos turgentes como capullos a punto de abrirse; sus muslos ondean como la trompa del elefante recién nacido, y sus pies danzarines son como tiernos brotes. Su boca es cálida como la vida; sus ojos profundos, como la muerte." (Kali decapitada, publicada en el volumen "Cuentos orientales")

Una vuelta por mi cárcel
De ningún personaje suyo habló Marguerite Yourcenar con tanta ternura y profundidad como de Basho, monje giróvago japonés que vivió en el siglo XVII y al que dedica el primer texto de esta recopilación. Una vuelta por mi cárcel trata de muchos viajes (la travesía de EEUU desde la costa este hasta San Francisco, por ejemplo), pero el centro del libro es Japón, su teatro tradicional, sus héroes literarios como Mishima. La pasión de Yourcenar por el espectáculo del Kabuki posee la milagrosa frescura de lo recién descubierto y aporta a este volumen la increíble capacidad de asombro que Yourcenar otorgó al mundo en los últimos años de su vida.
El tiempo, gran escultor
En los ensayos que integran El tiempo, gran escultor, Marguerite Yourcenar pasa revista a algunos de los temas que le son más queridos y que su lector habitual reconocerá como suyos de modo inmediato: el cristianismo, la belleza, el paso del tiempo. La autora reflexiona también acerca del erotismo en la India, evoca figuras como la cruel y siniestra Condesa Bathory o Durero y sus sueños, y recuerda personalidades unidas a la propia Yourcenar por su común consagración a la belleza. Junto a ello es necesario destacar el hermosísimo Andalucía y las Hespérides que revela su amor por la España del Sur. Todo configura así una muestra más de la grandeza del pensamiento de quien supo unir a su pasión por el arte de la palabra el valor de una ejemplar actitud ante el hombre y su historia.
Como el agua que fluye
Como el agua que fluye recoge tres cuentos de Marguerite Yourcenar con un rasgo histórico común: los tres se suceden en la Europa del siglo XVII. Y con muy hermosos rasgos literarios comunes: la belleza, la intensidad, la fuerza que deja inquieta y alborotada la mente del lector, la osadía de plantear temas como el incesto sin recostarse en las normas triviales del tabú.
El tiro de gracia
El tiro de gracia es una historia inquietante basada en hechos reales. La historia de un extraño triángulo sobre un fondo dramático y desgarrado de fin de época. Pocas veces en la literatura del siglo XX se ha descrito con tanta agudeza una historia de amor tan arrebatadora. El amor que une a Eric y Conrad, el amor no realizado entre Eric y Sophie, están marcados por el signo de la muerte. El tiro de gracia tiene el desarrollo de una tragedia clásica. Desde el principio se sospecha el terrible final. Sin embargo, la lectura fluye siempre hacia delante gracias a la prosa que consigue evocar a la perfección un ambiente opresivo y fantasmal y traza con mano firme unos personajes plenos, dotados de singular carnalidad.
"Al revés de la mayoría de los hombres algo reflexivos, no acostumbro ni a despreciarme a mí mismo ni a sentir amor propio: demasiado me doy cuenta de que cada acto es completo, necesario e inevitable, aunque imprevisto en el minuto que antecede al mismo y superado al minuto siguiente. Atrapado en una serie de decisiones todas definitivas, al igual que un animal en la trampa, no había tenido tiempo de ser un problema a mis propios ojos. Pero si la adolescencia es una época de inadaptación al orden natural de las cosas, forzoso será reconocer que yo había permanecido más adolescente, más inadaptado de lo que creía, pues el descubrimiento de aquel simple amor de Sophie provocó en mí tal estupor que llegó a convertirse en escándalo"
Peregrina y extranjera
Peregrina y extranjera es una recopilación póstuma de ensayos en los que Marguerite Yourcenar trata los más diversos temas relacionados con la cultura, en un recorrido intelectual que va desde los años treinta hasta los últimos días de 1987. La música del joven Mozart, sus pintores favoritos, su admiración por la obra de Virginia Woolf, Henry James, Wilde o Borges; sus opiniones sobre la Grecia antigua, su relación con la época actual y hasta su discurso de ingreso en la Academia, configuran un libro de múltiples, cambiantes y profundos atractivos.




MUERTE DE TROSTKI


Stalin había dado orden de asesinar a Trotsky, y Jotov, encargado de las operaciones contra Trotsky en México, se valió de dos comunistas españolesCaridad y Ramón Mercader (madre e hijo), para llevar a cabo el plan. Aunque el palacete en el que vivía estaba fuertemente custodiado, Ramón Mercader lograría infiltrarse en su círculo ganándose la confianza de una de las secretarias de Trotsky. Con el pretexto de que leyera un escrito suyo se acercó a Trotsky y mientras este leía le clavó un piolet en la cabeza. El grito de Trotsky se escuchó en toda la casa, acudiendo rápidamente sus custodios pero no se pudo hacer nada. Moriría un día más tarde. Mercader pasó 20 años en prisión por este crimen.

domingo, 23 de marzo de 2008

ALGUNAS FOTOS














DELEUZE ESQUIZOANALISTA

En el relato de un pequeño episodio, toma altura la figura inesperada de un Deleuze esquizoanalista. A través de resonancias de este episodio de la subjetividad, el lector podrá acompañar algunos meandros de un trabajo con el deseo que se orienta especialmente por la cartografía conceptual deleuziana.Primera escena: 1973. Comienza la amistad con Deleuze, a cuyos seminarios estoy asistiendo desde hace más de dos años. El vive diciendo que él es mi esquizoanalista y no Guattari (con el que efectivamente hago análisis). Un día, me regaló un LP con la ópera Lulú de Alan Berg, y sugirió un tema: comparar el grito de muerte de Lulu, personaje principal de esta ópera, con el de María, personaje de Woizek, otra ópera del mismo compositor.Mezclando a la Lulú de Berg, con la de Pabst (que hizo un film con Luise Brooks basado en esta ópera), su imagen es la de una mujer exuberante y seductora que se mueve en una significativa diversidad de mundos, en una vida enteramente experimental. En un período de miseria, en pleno frío de una noche de Navidad, Lulú sale a las calles a hacer algún dinero. En el anonimato, acaba encontrando nada más y nada menos que a Jack el Destripador, que evidentemente intentará matarla. En el momento en que ve la muerte reflejada en el cuchillo que el asesino apunta contra ella, Lulú suelta un grito lacerante. El timbre de su voz tiene una extraña fuerza que fascina a Jack casi al punto de desistir del crimen. También nosotros nos sentimos tocados por esa fuerza: sentimos vibrar en nuestro cuerpo el dolor de una vigorosa vida que se resiste a morir.La otra mujer, María, es una esposa gris de un soldado cualquiera. Su grito de muerte es casi inaudible, se confunde con el paisaje sonoro. El timbre de su voz nos transmite el pálido dolor de una vida insulsa, como si morir fuera casi igual a vivir.El grito de Lulú nos vitaliza, a pesar y por causa de la intensidad de su dolor. El grito de María, en cambio, nos arrastra en una melancolía y nos da deseos de morir.Segunda escena: 1978. Una clase de canto que hago con dos amigas los sábados por la tarde desde hace algún tiempo. La profesora es Tamia, una cantante que investiga la música contemporánea improvisada, corriente que está muy activa en ese momento. En este día, para nuestra sorpresa, nos pide a cada una que escojamos una canción para trabajar con ella durante toda la clase.La canción que se me ocurre es una entre tantas de la corriente del Tropicalismo (intenso movimiento creado que vivimos en Brasil en los años sesenta y cuya interrupción brutal por la Dictadura fue indirectamente responsable de mi exilio en París: "cantar como un pajarito de mañana tempranito...abre las alas pajarito que yo quiero volar...me llevas por la ventana de la niña hacia la orilla del río...". Es Gal la que canta, con aquel timbre suave que explora en algunas interpretaciones y que tiene el don de emocionar al oyente. A medida que voy cantando, una vibración semejante se encarna en mi propia voz, cada vez más firme y cristalina. Soy tomada por un extrañamiento: primero, la sensación de este timbre que me pertenece desde siempre, y que a pesar de haber sido silenciado mucho tiempo, es como si nunca hubiera dejado de expresarlo; después, porque a medida que fluye, su vibración a pesar de su suavidad parece perforar mi cuerpo, que de repente se muestra como petrificado. Siento que el blanco del pantalón y la remera que estoy vistiendo como si fuese una piel/yeso compacta envolviendo mi cuerpo; más aún, también noto que esta especie de caparazón está allí hace mucho tiempo, sin que jamás me diese cuenta de ello. Lo curioso es que ese endurecimiento del cuerpo se revela en el momento en que mi voz filosa lo perfora, como si de algún modo la voz y la piel estuviesen imbricadas. ¿Será que el cuerpo se rigidizó junto con la desaparición del timbre de voz? Sea como fuese, el yeso se había tornado un estorbo del que me tenía que librar lo más rápido posible.En ese instante decidí volver a Brasil. Y sin embargo, objetivamente, nada de mi vida en París me había llevado a tomar tal decisión me gustaba mucho vivir allí , tenía un círculo de amistades que todavía conservo, trabajaba con psicóticos y daba clases de análisis institucional, como yo quería, tanto que nunca había pensado en irme y mucho menos había hecho planes concretos en esa dirección. Pero volví y nunca dudé de aquella decisión.Me llevó algunos años entender lo que había sucedido en aquella clase de canto, y otros tantos para percibir que aquello podía tener relación con aquel trabajo que me había propuesto Deleuze.Lo que mi canto anunciara en mi cuerpo aquella tarde de sábado era que la herida en el deseo causada por la dictadura había cicatrizado bastante como para que pudiera volver a Brasil si lo quería así.Entendámonos sobre la palabra "deseo": atracción que nos lleva en dirección a ciertos universos y repulsión que nos aleja de otros, sin que sepamos exactamente porqué; formas de expresión que creamos para dar cuerpo a los estados sensibles que esas conexiones y desconexiones van produciendo en la subjetividad. Pues bien, los regímenes totalitarios no inciden solamente en lo visible y concreto, sino también en esa realidad invisible del deseo: sus movimientos tienden a bloquearse; proliferan políticas microfascistas.Desde el punto de vista micropolítico, los regímenes de este tipo acostumbran a instaurarse en la vida de una sociedad multiplicándose más de lo habitual las conexiones con nuevos universos en la alquimia general de las subjetividades, provocando verdaderas convulsiones. Son momentos privilegiados en que se intensifican los movimientos de creación individual y colectiva, pero que también incuban el peligro de desencadenar microfascismos si se atraviesa un determinado umbral de desestabilización. Es que cuando una barrera de estabilidad se rompe, se corre el riesgo de que las subjetividades más toscas, arraigadas en el sentido común, vislumbren que hay un peligro de desagregación irreversible y entran en pánico. Estas subjetividades se piensan constituidas de una vez para siempre y no entienden que las rupturas son inherentes a la producción de nuevos contornos, los cuales están siempre remodelándose en función de nuevas conexiones. La reacción más inmediata es interpretarlas como una encarnación del mal y atribuirlo, para protegerse, a características de los universos desconocidos que se han introducido en su paisaje existencial. La solución es fácil de deducir: eliminar esos universos, en la figura de sus portadores. Esto puede ir desde la pura y simple descalificación hasta la eliminación física. Se espera con eso apaciguar, por lo menos por un tiempo, el malestar que instaura el advenimiento de diferencias.Cuando este tipo de política del deseo prolifera, se forma un terreno fértil para que aparezcan líderes que los encarnen y les sirvan de soporte: son los regímenes totalitarios de toda clase que proliferan. Aunque los microfascismos no se producen sólo en estos regímenes, en ellos estas políticas son la base principal de la subjetividad. Todo aquello que pueda diferir del "sentido común" pasa a ser considerado errado, irresponsable, o peor aún, una traición. Como el "sentido común" se confunde con la propia idea de Nación, diferir de él es traicionar a la Patria. Más aterrorizador todavía es cuando el sentido común y la Nación confundidos el uno con el otro, son identificados con los ideales de una dictadura militar: aparecen entonces las diferentes versiones del "ámelo o déjelo".Esos son momentos de triunfo del sentido común sobre las fuerzas de la creación. El gesto creador se retrae, por el peligro de castigo que puede incidir tanto sobre la imagen social, estigmatizándola, como sobre el propio cuerpo, a través de la prisión, la tortura e incluso la muerte. Humillada y desautorizada, la dinámica creadora del deseo se paraliza por el dominio de la culpa o del miedo; en nombre de la preservación de la vida se puede llegar casi hasta la muerte. El trauma de las experiencias de este tipo deja una marca venenosa de un disgusto de vivir; una herida que puede ir contaminando todo, cortando gran parte de los movimientos de conexión e invención.Una de las estrategias utilizadas para protegerse de este veneno consiste en anestesiar en el circuito afectivo las marcas del trauma. Estas son entonces aisladas por un manto de olvido, evitando que su veneno contamine el resto y así poder seguir viviendo. Pero el síndrome del olvido tiende a abarcar mucho más que las marcas del trauma, ya que el circuito afectivo no es un mapa fijo, sino más bien una cartografía que se hace y rehace permanentemente de manera tal de que un punto se puede llegar a vincular a cualquier otro en cualquier momento. Es entonces que gran parte de la vibratilidad del cuerpo queda anestesiada, y uno de sus efectos más nefastos es el de separar el habla de los estados sensibles.El exilio en París tuvo el sentido de protegerme del daño sísmico que la experiencia de la dictadura y la prisión me habían causado; protegerme físicamente a través de la distancia geográfica, pero también y sobretodo subjetivamente por el distanciamiento de la lengua. Desinvestí por completo el portugués, y con él las maracas venenosas del miedo de sufrir que inviabilizan los movimientos del deseo. Para evitar cualquier contacto con la lengua evitaba inclusive cualquier contacto con los brasileros; me instalé en el Francés como lengua adoptiva, sin acento alguno, como si aquella fuese mi lengua materna, al punto de que muchas veces la gente no me percibía como extranjera. La lengua francesa pasó a funcionar como una especie de yeso que contenía mi cuerpo y lo volvía cohesivo como un cuerpo afectivo agonizante; un acogedor escondrijo de pedazos heridos de mi propio cuerpo que me eran intolerables, lo cual me permitía hacer nuevas conexiones y reexperimentar ciertos afectos que se habían tornado peligrosos en mi propia lengua.En aquella clase de canto, nueve años después de mi llegada a París, algo en mí supo sin que yo me diera cuenta, que el envenenamiento estaba en parte curado, por lo menos lo suficiente para que ya no haya más peligro de contaminación. El timbre suave de un gusto de vivir reemergía y me traía de vuelta, ya sin tanto miedo. Pero, finalmente ¿qué fue lo que pasó ese día?El yeso que hasta entonces había sido una condición de mi sobrevivencia, a punto de confundirse con mi propia piel pierde el sentido a partir del momento en que el timbre suave y amoroso recupera el derecho de existir. Lo que había sido un remedio para el deseo machucado pasa a tener un efecto paradojal de limitar sus movimientos. Es probablemente eso lo que hizo que en aquella clase aconteciera todo de una sola vez: el reaparecimiento del timbre, el descubrimiento de la dura caparazón y la incomodidad que ella comenzaba a causarme. El yeso construido en lengua francesa que funcionó como un territorio en el que mi vida pudo expandirse en un cierto momento, como toda estrategia defensiva, producía un efecto colateral de restricción. Pero esa restricción sólo puede ser problematizada cuando la defensa se torna innecesaria: las innumerables conexiones que yo había hecho en mi lengua adoptiva habían reactivado la dinámica experimental del deseo. Yo estaba curada, no del dolor causado por la violencia del trauma, pues esta es incurable, pero sí de sus efectos dolorosos. Gracias al canto, reserva y memoria de afectos, se expresó la metabolización de los efectos del trauma y, junto con eso, la disolución del síndrome de olvido que se desarrolló como reacción defensiva.¿Y qué tiene que ver esto con la Lulú de Deleuze? Llegué a París trayendo en mi cuerpo marcado por la dictadura brasilera, una especie de falencia del deseo arrastrando una falencia de voluntad de vivir. Escuchar a Deleuze en sus seminarios, tuvo el misterioso poder de sacarme de ese estado. Algo que no sucedía necesariamente por el contenido de lo que decía, pues al comienzo mi francés no era muy bueno, pero si por su estilo, especialmente por su voz. Su timbre transmitía una riqueza de estados sensibles que parecían poblar su cuerpo, sus palabras y su ritmo parecían emerger de esa riqueza, delicadamente esculpidos por los movimientos del deseo. Esta transmisión contagiaba a todo aquel que lo escuchase.Un poco más tarde, Deleuze me propone investigar los gritos de muerte de aquellas dos mujeres. La extraña fuerza que el grito de Lulú transmite es el de una violenta reacción a la muerte. Es esto lo que el oyente siente vibrar en su cuerpo y que tiene el efecto de vitalizarlo, a pesar y por causa de la intensidad de su dolor. La melancolía que transmite el grito de María, es el de la entrega a la muerte sin resistirse. Es esto lo que promueve la voluntad de morir de quien la escucha. En la comparación de esos dos gritos aparecen diferencias de grados de afirmación de la vida, en particular frente a la muerte. El aprendizaje es que aún en las situaciones más adversas es posible resistir a la masacre del deseo en su potencia creadora y continuar queriendo conexiones. Los gritos de María y Lulú asociados se transmiten al oyente y lo contagian.Tal vez no pude pensar nada de eso cuando Deleuze me sugirió este trabajo. Tal vez porque su figura me intimidase, a pesar de que no había nada en él que justificase cualquier actitud de reverencia; pero más probablemente porque la herida era demasiado reciente para que yo abandonase la estrategia defensiva que había armado como protección contra el envenenamiento causado por el trauma de la dictadura militar. Mientras tanto, la dirección que Deleuze me señaló con Lulú y María se instaló en mi cuerpo y fue trabajando silenciosamente, relativizando los movimientos del deseo, viabilizando las conexiones y autorizando la creación. Cuando canté como un pajarito tropicalista se tornó audible el silenciamiento en mi voz del timbre mortífero de María delante del peligro de la muerte, y en su lugar apareció nuevamente el timbre de Lulú. Yo ya podía reconectarme con mi cuerpo, hablar a través del canto y de sus estados sensibles, reintegrar en la voz el canto y el habla. Deleuze había sido mi esquizoanalista de hecho al lanzar a través del timbre del grito en el canto la posibilidad de un efecto analítico, aunque esa posibilidad se haya realizado muchos años después.Algunos meses después de la muerte de Guattari le escribí a Deleuze evocando los tiempos en que el decía que era mi esquizoanalista y contándole donde había desembocado todo aquello. Como siempre, su respuesta fue de una densa y generosa simplicidad, propia de un hablar donde no sobran ni faltan las palabras. En una carta de Junio del 94, me escribió: " Nunca pierdas tu gracia, quiero decir, el poder de una canción". El quería decir que siempre es posible levantar al deseo de sus caídas y ponerlo en movimiento, resucitando las ganas de vivir; y esto depende prioritariamente de los agenciamientos que se hacen. Oportunidades de este tipo se encuentran donde menos se espera, como es el caso de una canción popular, generalmente descalificada en la jerarquía oficial de los valores culturales. Para detectarlas es preciso desinvestir las creencias a-priori y afinar la escucha para los afectos que cada encuentro moviliza como criterio privilegiado en la conducción de nuestras elecciones. ¿No será la gracia la capacidad de dejarnos contaminar por ese misterioso poder de regeneración de la fuerza vital, esté donde esté?

sábado, 22 de marzo de 2008

BLOG DE FRANCISCO LEGAZ

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LA MEMORIA VACÍA


LA MEMORIA VACÍA
es un blog literario. Se trata de que en él encontréis todo aquello que a mi me va apasionando en este maravilloso mundo de literatura.
Espero que disfruteis como me pasa a mi.
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